EL FANTASMA DEL LIBERALISMO
Saludo
con gusto al público lector de “El Liberal Mexicano”, al que invito al debate en
torno a la naturaleza y papel de las ideas, palabras y conceptos, con los que
construimos una historia diferente que contar, una forma de vida propia,
identidad, valores y virtudes de un México en el umbral de la Cuarta
Transformación.
Increíblemente, el séptimo arte había sido zona vedada, para una de las obras más famosas de William Shakespeare. Se han filmado películas basadas en las tragedias de Hamlet, Otelo y no hay que olvidar que un musical clásico llevado a la pantalla, se basó en el amor entre una Capuleto y un Montesco, sobre el odio mortal que se profesaban ambas familias, para dar escenario al duelo entre los rockets y los sharks, en la famosa West Side Story: la tragedia shakesperiana de Romeo y Julieta, en NY. ¿Entonces, porqué es hasta el Siglo XXI, cuando se filma la primera versión de El mercader de Venecia en el cine hollywoodense y mundial?
Es muy probable, que la respuesta a esta pregunta se encuentre contenida en la trama de la misma obra, en la naturaleza de los personajes y en el desenlace al que el mismo William Shakespeare (le decían Bardo, como en España le llamaban Juglares, a los poetas trashumantes) recurre al escribirla en el siglo XV: porque más que una obra literaria, El mercader de Venecia es una profecía política, una crítica demoledora contra el Ancient regime y una metáfora trágica, que se anticipó a la Glorius Revolution, llamada así por los cronistas de la pérfida Albión, que entronizó el nuevo orden social, económico y político, que a partir de entonces será denominado Liberalismo, otros le apostrofan Capitalismo, al que hoy lo apoda el nuevo orden imperante Neo-Liberalismo, y al que los fundadores de este sistema político de naturaleza y principios oligárquicos, tan geniales como Shakespeare en las metáforas y en las metonimias, lo nombró Commonwealth. Nosotros le llamaremos, en México: El Fantasma del Liberalismo.
El mercader de Venecia no es solo un testimonio histórico de Inglaterra, sino profecía y negro augurio del futuro de la emergente potencia británica para los siglos XVII y XVIII, lanzada a empresas mercantiles y de colonización, sobre el basamento echado por los últimos miembros de la dinastía de los Tudor, Enrique VIII, y la Reina Isabel I.
Cabe señalar que a pesar de la fama
que llegó a tener el poeta isabelino por excelencia, no tuvo en su tiempo mayor
influencia. Pocos pudieron enterarse que la obra de Shakespeare se anticipaba a
un giro político inesperado, el viraje oligárquico contra el viejo régimen
aristocrático presidido por la soberanía del monarca. Nadie se imaginó el
parricidio del Rey Carlos I a manos del Parlamento, que ordenó su decapitación,
ni tampoco el tránsito, así sea breve, de un gobierno republicano presidido por
Oliverio Cromwell, que llevaría a cambios radicales en el ejercicio del
gobierno, la soberanía del Estado, el poder político y la nueva figura del Rey
que, a partir de entonces, Reina pero no Gobierna.
El mercader de Venecia es ante todo una fantasía política, premonición del liberalismo moderno. Testimonio histórico de la batalla librada contra la vieja virtud de la liberalidad aristocrática: la de la riqueza contra el honor. De la usura y la ganancia del burgués, contra el antiguo y destronado hombre liberal. Antes que un intento por justificar una nueva doctrina de libertad para la humanidad, el liberalismo fue el triunfo del enriquecimiento privado frente a los derechos patrimoniales de las coronas española y británica respectivamente. El mercader de Venecia es una obra que aparece concebida para ilustrar la vacilación entre el mundo aristocrático y el emergente mundo burgués; entre la economía feudal de la nobleza del Medioevo y la nueva economía mercantil, disparada por la ambición y la codicia propias de la época moderna.
Shakespeare confronta dos principios políticos de gobierno: el del honor con el de la ganancia. Principios que corresponden, a su vez, a dos formas de gobierno o más bien, a dos tipos de constituciones políticas, antagónicas la una de la otra. La primera es una forma de gobierno justa y virtuosa: es la Aristocracia; mientras que la segunda constitución es perversa, perdida en el extremo por tomar en exceso y no soltar nada a cambio: es la Oligarquía o eufemísticamente denominada en la actualidad como “Democracia representativa”
Principios políticos y formas constitucionales que serán encarnadas en personajes teatrales: Antonio, nombre de resonancias romanas y latinas, representará los valores del honor, la amistad, la liberalidad, la virtud y la justicia. Por el contrario, Shylock asumirá los vicios de la nueva época del liberalismo: las relaciones de interés, avaricia, el vicio de la corrupción del lucro y la injusticia. Shylock no invoca ninguna nacionalidad sino al mundo entero, peregrino errante de su clan, sometido a la religión del dinero y la codicia. Es el judío que revela extrañas semejanzas con el hombre surgido de la Inglaterra isabelina: anticatólico, hereje, antipapista, severamente justiciero y moral en el reclamo de sus derechos y garantías.
¿De
qué lado está Shakespeare? ¿Del de Antonio, el cristiano aristócrata
mediterráneo, o de Shylock el usurero, especulador, poseso de un desmedido amor
por la riqueza, confundido y amalgamado al dinero que idolatra y del que es esclavo?...
Hay que esperar hasta el final de la comedia, un happy end magistralmente
truqueado, para así salvar su propio pellejo, el del mismo Shakespeare, al
inmiscuirse en el entramado de las disputas políticas, de la vieja aristocracia
inglesa con la emergente burguesía citadina.
Un final que solo la intervención de la bella Porcia altera, transfigurada en varón docto y justo, que viene a revertir la acusación: de Antonio como víctima, indefensa y sumisa al peso implacable del acusador, Shylock, el victimario, a la relación inversa: La sentencia es que Shylock tome la libra exigida, pero solo de carne como se estipuló a la letra, sin derramar una gota de sangre. Mediante esta astucia, las amenazas que el judío hace sobre el comercio exterior de Venecia, se evaporan gracias al ingenio del autor, quien con magistral golpe escénico, el tribunal de justicia veneciano resurge por la intervención decidida de Porcia, la mujer amada, en beneficio de la aristocracia republicana.
En efecto, el final de El mercader de Venecia ha de ser considerado y justipreciado tal y como está escrito. Es el triunfo que su autor declara ahí: el de la aristocracia sobre la oligarquía, la monarquía sobre el gobierno parlamentario. Un triunfo que si algo tiene de característico es la ambigüedad. Es la victoria de los tories realistas, monarcómanos, sobre los whigs, un partido que encarna al judío Shylock: un partido usurero, especulativo que impondrá la hegemonía del dinero como medio de ganancia, hecho de nuevos terratenientes, pero sobre todo de comerciantes y financieros de la City, capaz de matar, ya no solo a su propia madre, sino como Shylock, a la autoridad y poder paternos, por su inextricable amor a la riqueza. Shakespeare prefigura, antes y mejor que cualquier historiador o político, el ambivalente triunfo de la vieja nobleza sobre los valores, que la burguesía financiera y mercantil inglesa imprimirá al hombre liberal.