ENTERARME
Era el año de 1986, 6 de febrero, el reloj marcaba las 10 de la mañana y apenas y terminaba el asunto que me ocupaba; una de las importantes obras públicas inútiles que terminaron por fastidiarme, hartarme, desilusionarme. Tiempos de ignominia y desconsuelo. Media ciudad capital asolada por el peor terremoto del siglo. Aún rescataban cadáveres entre los escombros derruidos, de las zonas que se convirtieron en bandera de lucha social y símbolos de otro México en ciernes: Tlatelolco vulnerado, colonia Roma diezmada, igual que la Anzures, Condesa, Juárez. Victimas a la intemperie. Que decir de las colonias Obrera, Doctores, Morelos, Peralvillo, Álamos... las más populares, las peor afectadas.
Caída estrepitosa de íconos venerados: centros hospitalarios, antenas televisivas, hoteles memorables, restoranes imborrables, escuelas, condominios, hogares que ya no más. Las consecuencias del temblor de septiembre de 1985 completaron el ciclo de destrucción y derrumbe comenzado diez años atrás en septiembre de 1976, con el anuncio de la devaluación del peso. El desmoronamiento de los usos y costumbres de la forma de gobierno republicana, emanada de la revolución mexicana triunfante, acabaron con instituciones, valores, imaginarios colectivos, confianza, virtudes nacionales y por último terminó por desaparecer y hundir simbólicamente a la ciudad capital, recinto de los poderes federales.
En uno de esos lugares que ya no existen, el Auditorio Nacional, el viejo, antes de modernizar$$e. Tras concluir la inauguración de un servicio dizque para la orientación estudiantil, ya no había pre-texto. Hora de ir. Momento de enfrentar al producto de la unión conyugal. Gran tensión e impaciencia, me recuerdo perfectamente, al paciente angustiado, desesperado, en camino al Hospital de la Raza. Aún me detuve en búsqueda de un testigo, era el rumbo, con quien compartir, alguien que me explicara lo que sucedía, lo que empezaba, lo que venía. Solo el difunto Tito fue confidente. Aterizado, quizás peor que yo estaba, apenas y el tío balbucía alguna frase inconexa, con la sorpresa que en ese momento le confesaba: voy a ser PADRE.
Y llegado el momento, mañana soleada, airosa, de un mes de febrero loco. Al llegar al fin, al pie de la escalinata de la entrada, me encontré en la puerta con caras contenidas, rostros pálidos, voces sigilosas, quedas, bajas, hasta que la matrona encaro al papá debutante, al desvelado, revelado progenitor. La mirada de lado, balbuceo la Java de Hut maternal, la suegra con bigotes, la buda guerrerense: “fue niña”
Impávido, quede petrificado, mientras seguían parloteando a mi alrededor, “las niñas quieren mucho al papá”, rebuznaban las tías, las hermanas, primas. ¡Como no! si puras mujeres repetían las consejas de siempre. Un vahído recorría mi cuerpo, de los pies a la lengua, una sensación de frío mezclada con un rubor caliente. ¡No podía ser! Tantos años en permanente disputa familiar, la superioridad de la cuna primera varonil sobre la tierna femineidad, que súbitamente me caía del cielo.
La no renunciación a mi primogenitura triple, por ser el primer hijo de mis padres y el primer hijo-nieto de mis abuelos paternos y maternos simultáneamente, no era asunto menor. Fue una guerra perdida de antemano, revolví el principio con el fin y los medios. Intenté defender a otro que no era yo y asumir blasones genéricos en un asunto muy particular. Confundí el todo con las partes y traté mi caso personal como símbolo universal: creyendo salvarme, cargue tanto, tanto tiempo con biografías ajenas. Grave error.
Todavía días antes de este 6 de febrero de 1986 repetía, advertía a la madre primeriza: “si es varón te sacas la lotería”, no existían aún ultrasonidos y anticipaciones científicas; apenas y se imaginaba el sexo del bebe con base en la forma del vientre, el vaivén de las tijeras, por el tipo de nauseas y antojos. Pero yo repetía para mis adentros la misma necedad, para calmar mis demonios, para justificar mi presencia en ese momento, ese día, en ese lugar, en ese nuevo y demencial papel. Cuando callaron un momento, ceso el coro mujeril, se detuvo el convencimiento, la labor de venta, solo dije, lo único que pude pronunciar, no tuve para más: “pues yo quería niño”
PRESENTARME
No pude ver en ese momento, conocer es demasiado, mirar a la niña, a la bebe que acababa de nacer momentos antes de mi llegada al hospital más grande y especializado de México. Tenía que esperar la hora de visita, a partir de las 4 de la tarde y hasta las 6. La explanada repleta de gente, el sol aciago calando en la piel, mientras vientecillos fríos se colaban entre las ropas, había que regresar más tarde, además quería alejarme, estar solo, imaginar, nombrar, soñar con algo que ahora era mi HIJA.
En verdad estaba desubicado, en todos los sentidos. Tantos derrumbes ocasionaron mudanzas y aglomeramientos. En tanto mi domicilio se localizaba al sur de la ciudad, en la culterana delegación Coyoacán, el Hospital de la Raza estaba en el norte del Distrito Federal y mi oficina al poniente, en la congestionada, esnob, adinerada colonia Polanco. Era un trajín desplazarse de un lugar a otro. Me refugié en una cafetería cercana y comencé a escribir en un pedazo de papel que aún conservo, como nombrar a quien no conocía aún. Descarté primero los femeninos de mi propio nombre y en seguida, a diferencia de Diana, brotaron de mi puño y letra Carolina, Cristina, Catalina, Claudia y Carmen. Ese día nacieron mis otras hijas, para la primogénita elegí la combinación de Claudia y Diana, Claudiana: sabía que yo impondría la designación.
Al dar la hora, puntual, me apersoné solitario por el pase de entrada a la sala de maternidad, donde ya descansaría la mamá Azucena con la pequeña niña. Lo que sucedió ese momento, un tris, instante efímero, marcó el destino por casi 20 años de una criatura inocente que en ese día de su alumbramiento lo único que reclamaba y esperaba de sus padres era alegría para vivir, amor que recibir, dicha y ternura.
Solo escribiré aquí que la escena del nacimiento de la Bella Durmiente en el clásico cuento de Charles Perrault, el de la presencia de Maléfica para maldecir y anticipar la muerte de la recién nacida, atenuada apenas por los sortilegios mágicos de las Hadas Flora, Fauna y Primavera, ocurrió igual, la tarde del 6 de febrero de 1986. Que el encantamiento trágico no pudo ser impedido, el sino se cumplió, los seres queridos de mi princesita se, nos petrificamos hasta el tuétano, el corazón ceso de latir, hibernó por años. Hasta que....
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