MDCCCXCII + I
Es el Mayorazgo la institución afincada en el Estado de México, la que oprime y aplasta, pervierte la política, al gobierno y a la sociedad mexiquense. No es solo la trascendencia de las familias, es un origen que se ha arraigado, que no se acabo de terminar. Es la combinación de poder, fastuosidad, riquezas, linajes y ambición. Pero antes que nada, los mayorazgos mexiquenses son síntomas de los sentimientos de dolor y de tristeza. Son los antiguos caporales, los que intentan revivir aquellos Patrones conquistadores, es calzar los botines del Amo anhelado, sobrevivir en la repetición de los hábitos impuestos, en la tradición de la que alguna vez formaron parte, como castas, estos descastados burgueses del Medioevo.
No todos por supuesto, también existen hidalgos mexiquenses y está presente la gran familia árabe-libanesa, de otras latitudes y con otros patrones familiares. Su existencia en la historia nacional es menor. Su trascendencia en la historia mundial es original. Viven, se relacionan, comen y beben, se aparean y reproducen de otra manera, que aquí y ahora, no tratare. Tampoco me referiré a la comunidad judía, cada vez más dominante y fundadora de todas las pasiones de la vida, de la humanidad y de sus vicios. No hablare más, tampoco.
No. Me refiero al estilo chato y repulsivo de esos, ya lo dije, “caporales” que se ganaron la confianza de los Encomendadores muy antes y de los Hacendados, que la Revolución Mexicana combatió y derroto. Se acabaron los latifundios y la antigua tienda de raya. Se guardaron los escudos heráldicos, se escondieron los doblones y centenarios. Lo que no se extinguió fue la pretensión de creer en esa economía y en aquellas ilusiones que se originan con las Leyes del Toro de 1505, bajo el reinado de los Reyes Católicos. Pensado para controlar los bienes de la nobleza, las herencias, acrecentar riquezas y obligadamente mantener la indisolubilidad del patrimonio, la institución del mayorazgo fue la culminación de una serie de privilegios otorgados a los nobles castellanos por Enrique IV de Castilla, quienes fueron luego los principales favorecidos en el otorgamiento de cargos de gobierno por los Reyes Católicos.
Mas “nunca segundas partes fueron mejores” y menos cuando el deseo proveniente de un inferior se quiere equiparar al que fue mayor y superior. El Amo que le garantizaría la vida. El fenómeno político y social mexiquense, la manera en que unas familias se han apoderado del poder y del gobierno, despertaría en Hegel la confirmación de su Dialéctica del Amo y el Esclavo y en Stendhal las ganas de reescribir el Rojo y Negro. Porque es un modelo sin futuro, es un deseo deseado, es una fabula bestial, donde patos y ranas, urracas y comadrejas graznan y aúllan como leones, sin ser, ni aparecer, ni parecer.
Pero es socialmente seductor, embelesa a las familias de la mayoría de los municipios, casi siempre en las cabeceras municipales. Ofrece la posibilidad de soñar con dejar atrás las patas anchas y planas, el plumaje pardo y sin chiste y, con el tiempo, la obediencia y la sumisión, quizás convertirse en la idealización del Cisne, níveo, hermoso y majestuoso. Son la burocracia, el sistema educativo, los caminos donde se forman y deforman estas almas incontinentes, la de la gente que busca su propio beneficio y superación dicen “personal”. Otro transporte de probada eficacia es el oficio del periodista Nativo, el de la pleitesía y cobro, por el halago o el oprobio.
Así los grandes “Padr(otes)es” mexiquenses responden a los apellidos Montiel, Cadena, Benítez, Vilchis, Barrera, Peña, Nemer, Treviño, Gasca, Nieto, Torres, Murrieta, Vélez, Fabela, Pliego, del Mazo, Rojas, Monroy, Maza, Colín…
La ilusión se reproduce y contagia la nimiedad humana municipal y acrecienta la desquiciada sed por tener. Temascaltepec y Tejupilco son un buen retrato de los incipientes mayorazgos locales. En Temascaltepec los apellidos López, Hernández, Fernández o Maya, se entremezclan con los advenedizos Montes de Oca o González. En Tejupilco a los Salgado y Santin se suman los Granados o Villa, por mencionar solo algunos y no todos. Biografías distintas, historias diferentes, el problema es el apego al modelo estatal, el gusto y el empleo del poder público, de los erarios y presupuestos para fortalecer esta condición, en perjuicio de la comunidad mayoritaria.
Es conocido que en España el Mayorazgo dejo de existir legalmente, como institución con derechos y deberes en 1820, con la Ley Desvinculadora, que suprimía las relaciones de propiedad heredadas. Aun así pervivió más tiempo con triquiñuelas, como las donaciones en vida a los “vivos”. En México las Leyes de Reforma con Juárez, se impusieron a la iglesia monopolizadora, a los solares y bienes amortizados y luego las demandas zapatistas se plasmaron en una Constitución, que ha abdicado en lo esencial y ha despertado la codicia y la injusticia.
Prensa y sindicalismo magisterial, en el Estado de México son el sostén de esta fantasía, que se terminara en la medida en que el pueblo despierte, se organice y se movilice. De lo contrario habrá más Arturo’s Montiel con todo y su “inteligencia, sus cocinas Quetzal y su virilidad secuestrada por una filibustera francesa”. A pesar de los expedientes de enriquecimiento inexplicable; de la fortuna millonaria de sus hijos; de los depósitos efectivos por 35 millones de Juan Pablo Montiel Yáñez, de las residencias en San Gaspar o la Providencia en Metepec, del Fraccionamiento el Zamarrero, los Hummers, Audis, de residencias en Ixtapan de la Sal o en el Santuario de Valle de Bravo. A pesar de tanto despilfarro, aun y que ya muerto, Germán Dehesa, seguro que se murió nuevamente el 15 de septiembre, al reaparecer el Tío Montiel.
Con el aval de Eduardo Segovia Abascal, que antes de ser Secretario de la Contraloría del estado de México fue colaborador de Arturo Montiel, y que declaro justificadas y consistentes el patrimonio de este pillastre, Enrique Peña Nieto garantizo no solamente la exoneración de su antecesor y pariente, Peña Nieto disparo dos bolas sobre el paño de la mesa: legitimó la recreación de Mayorazgos locales y cavo la primera palada de sus pretensiones imperiales