Estoy muy enojado, me invaden sentimientos de odio,
aborrecimiento, de rechazo. No es que me atenga incómodo o molesto, tampoco
encabronado, ahora no es cosa de reducir mis emociones a las del macho cabrío.
Me siento muy enojado y eso no es bueno, ni agradable, ni útil: hay buenos
dichos mexicanos que recuerdan que “el que se enoja pierde”, o aquel que
aprendemos desde niños, “enojado dices cosas de las que luego te puedes
arrepentir”.
No me mueve el odio a nadie ni a
nada, no es personal. No he amado algo que mueva el sentimiento opuesto. No me
he sujetado a una pasión, cuya fractura genere el sentido invertido y me
esclavice en la eternidad del duelo vindicativo. Es algo peor lo que me consume
y se llama ira, una combinación de sordera y ceguera, de aire y prisa, obstinación
y urgencia. Es la ira la que se apodera de mi razón, como tantas veces ha
ocurrido con anterioridad. Me conozco. Es un rasgo de carácter, es una distinción que me
enorgullece.
Bien decían los antiguos que la
ira “oye en parte la razón, pero la escucha mal... antes de oír todo lo que se les dice, salen
corriendo y luego cumplen mal la orden… como los perros que ladran cuando oyen
la puerta, antes de ver si es un amigo” Quien analiza la pasión colérica es
Aristóteles, y sentenciaba, que el carácter iracundo de un incontinente, era
tan aprobado por algunos, como el avaro en las oligarquías y el intrépido en
las Repúblicas, tres casos de excesos respecto a los justos medios: el apacible,
el liberal y el valiente, bien vistos, donde
la aparente energía y velocidad en las acciones, se premia como sinónimo de
éxito; cuando las riquezas se convierten
en el distintivo mayor de una sociedad que atesora el estilo Rico Mac Pato; incluso
en las Repúblicas que se pervierten y
degeneran, moviendo el centro de la razón moral, del justo medio, a uno de los
extremos más opuestos, al del Cobarde.
Pero lo que hace de la ira un
estigma admirable, es cuando el objeto que la dispara son aquellos apetitos
insatisfechos que resultan poco o nada necesarios. Es vituperable el que se
envicia con los placeres corporales -bien sea porque se contenga o no lo haga-,
porque los dolores del cuerpo lo obligan
a perseguir el comer, el beber, las riquezas, el placer, el sexo. Pero cuando los
apetitos causan reconocimiento, como en la victoria, los honores políticos o los
académicos, entonces la reacción feroz, temperamental, la iracunda desatada, se
dice que está justificada, que el mal humor se entiende, que la cólera liberada
se comprende.
Es necesario introducir algunos
elementos más, en este pasaje de vuelta a la razón afectada. Se le llama humor a
aquel estado de ánimo que se relaciona con los cuatro elementos que existen en
la naturaleza exterior e interior de las personas. Sangre-aire, bilis
amarilla-fuego, bilis negra-tierra, y flema-agua. Así, el humor dominante en el
carácter de la gente, le confiere un dominio de su forma de ser: hay
flemáticos, como los ingleses que son reflexivos y fríos; otros, los sangrientos, los aireados,
explicaba Hipócrates eran los más ajustados a la razón humana, porque los
biliosos o coléricos (cole = bilis) se asemejan más a las naciones
conquistadoras, las que toman y roban compulsivamente, las que se mantienen en
una estado de ira eterna; y falta el de la bilis negra, el “melan-cole” o “atra-bilis”, el humor que se genera en el páncreas, bajo esta construcción y que
corresponde a las personas en que predomina la melancolía, el estado propio de
los enamorados y poetas.
Son estados de ánimo y regreso a
esta frase para precisar que ánima es el alma, es la parte de todo ser humano que gobierna, el recinto de
los deseos y la imaginación, es nido de los sueños y los apetitos, control de
las funciones orgánicas y de las inorgánicas también. Es la casa de la razón,
de la inteligencia, de los recuerdos y de las emociones. El alma reside en la
humanidad y asume las funciones del corazón y de la cabeza. Manda con justicia encima
del vientre y es desalojada cuando se imponen las apetencias de la parte inferior,
la que nos iguala con los animales. Cuando mandan las pasiones del bajo vientre,
la humanidad es peor que las bestias, porque actúa, incluso, a sabiendas de que
hace daño, causa vergüenza y lastima a otros.
¿Podría ya responder porque me
encuentro en un estado tan afectado? Creo que aún no. Están dispuestos encima
de mi escritorio los tratados de Política y de la Ética de Aristóteles, “fichados”
en tarjetas de trabajo hace 30 años, antes de imaginarme ser Padre de familia,
menos aún de regresar alguna vez a Temascaltepec, cuando nunca había oído hablar de Tejupilco y
mi entorno y circunstancia existía alrededor de una vida deportiva sumamente
intensa, una dieta alimenticia macrobiótica y mediterránea, en el proceso de
aprender y de saber. Vivía en la ciudad de México, en la culta delegación de Coyoacán
y aunque presagiaba que el país se derrumbaba estrepitosamente, ni alcanzaba a
suponer lo que vendría después, poco después: un terremoto que destruyo mi
historia y una hija que al nacer me dio la vida.
También están abiertos dos libros clásicos de Séneca, el de la Brevedad de la Vida y De la Cólera y allí es donde se enhebran los tejidos que componen el lienzo en que se mueve mi destino, pues uno es el analista que identifica al colérico con un perro, en tanto el otro el filosofastro que emplea términos como rabia, el espanto, que llama locura, demente, arguye al ansia de guerra, la venganza, furia, desmemoria, olvido, transitoria, para intentar explicar iracundiosamente, fúricamente a La Cólera. El primero es el Padre de toda la humanidad racional, mentor de Alejandro, el mayor Zoon Politikon que ha existido en la historia y Maestro de generaciones de personas que transitamos en búsqueda de la felicidad, los placeres superiores y la contemplación divina. El segundo, es Séneca, un Cínico, discípulo de Antístenes y de Diógenes, preceptor de Nerón de Roma, quien en una orgía de sangre mando a la muerte al Estoico, quien hasta al final intento remontar a la helena clásica, e identificándose con Sócrates, elegir abrir sus venas, antes de ser una víctima más de parricidio.
También están abiertos dos libros clásicos de Séneca, el de la Brevedad de la Vida y De la Cólera y allí es donde se enhebran los tejidos que componen el lienzo en que se mueve mi destino, pues uno es el analista que identifica al colérico con un perro, en tanto el otro el filosofastro que emplea términos como rabia, el espanto, que llama locura, demente, arguye al ansia de guerra, la venganza, furia, desmemoria, olvido, transitoria, para intentar explicar iracundiosamente, fúricamente a La Cólera. El primero es el Padre de toda la humanidad racional, mentor de Alejandro, el mayor Zoon Politikon que ha existido en la historia y Maestro de generaciones de personas que transitamos en búsqueda de la felicidad, los placeres superiores y la contemplación divina. El segundo, es Séneca, un Cínico, discípulo de Antístenes y de Diógenes, preceptor de Nerón de Roma, quien en una orgía de sangre mando a la muerte al Estoico, quien hasta al final intento remontar a la helena clásica, e identificándose con Sócrates, elegir abrir sus venas, antes de ser una víctima más de parricidio.
El tiempo se agota y tengo tanto
por escribir, que me ajustaré al espacio disponible. Hace tres décadas la vida
en la Ciudad de México se degradaba aceleradamente, pero se podía viajar
de noche y en cosa de cuatro horas amanecer en Acapulco, manejando a través
de la bella carretera federal, al pasar por Cuernavaca, Iguala, Chilpancingo y
Tierra Colorada. Conocer lugares como el Caribe mexicano sin tener que pagar
dinero a nadie. Recuerdo haber visitado Chetumal, conduciendo un auto de Can
Cun hasta el punto más alejado al sur, en el mapa de la geografía nacional
y detenerme en Playa del Carmen, despoblada
y bajar del auto, navegar en un ferry a velocidad hasta Cozumel, nadar, bucear en
la hermosa dársena del “Garrafón” y al regresar proseguir mi itinerario de
manera simple y feliz. Allí mismo conocer a una pareja sui generis, que me
llevaron a pescar en Xel-ha, a cocinar un pescado en Xcaret, a beber cerveza en
una hamaca en Bacalar y fumar un carrujo en Tulum…
Hasta que… “Tiempos
de ignominia y desconsuelo. Media ciudad capital asolada por el peor terremoto
del siglo. Aún rescataban cadáveres entre los escombros derruidos, de las zonas
que se convirtieron en bandera de lucha social y símbolos de otro México en
ciernes: Tlatelolco vulnerado, colonia Roma diezmada, igual que la Anzures,
Condesa, Juárez. Victimas a la intemperie. Qué decir de las colonias Obrera,
Doctores, Morelos, Peralvillo, Álamos... las más populares, las peor afectadas.
Caída estrepitosa de íconos venerados: centros hospitalarios, antenas
televisivas, hoteles memorables, restoranes imborrables, escuelas, condominios,
hogares que ya no más. Las consecuencias del temblor de septiembre de 1985
completaron el ciclo de destrucción y derrumbe comenzado diez años atrás en
septiembre de 1976, con el anuncio de la devaluación del peso…. “
Algo no he mencionado, lo más
doloroso, lo que no complace recordar: que la ira es tristeza, que la cólera es
la expresión de un sentimiento de dolor, es ausencia, es una manifestación
contraria, es llanto contenido. Y hoy me causa enorme tristeza ver a México
sometido, diezmado, despolitizado, enviciado, traumatizado, solo, sentido,
borracho, ignorante, imbécil, idiota y estúpido.
Un pueblo que se indigna por el futbol y olvida que su
voluntad política ha sido asaltada. Invadido por el narcotráfico al que exalta
y defiende. Delirando por una narcocultura cuyos exponentes denigran todo.
Embelesados por la simulación que oculta, engaña, reprime, amenaza. Son gente,
es la gente, mis compatriotas aterrados, acosados, impávidos, petrificados ante
la subasta de la nación, de tu tierra, tu familia y tu vida…
¿Es hora de regresar a la Gran
Capital? No lo sé. Lo que si sé, es que estoy aquí ahora, mañana, donde sea…
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