La
Semana Santa me ha traído recuerdos de infancia y adolescencia. Eran tiempos de
salir y conocer el México Desconocido, los
clásicos viajes inspirados en la revista de Henry Moller, a los pueblos que
constituyen tesoros inmensos en nuestro país, todo un mosaico de colores y de
sabores, de tonos de voz, de tersuras, climas, altitudes, folclore, flora,
muchas costumbres. Era el espíritu dominante en aquella época: apertura, respeto
a las tradiciones, comparar costumbres, ser cosmopolita, aprehender de todo,
probar de todo, saber universal. Jamás me sentí constreñido a un solo espacio,
una geografía, música o una religión. Por eso me resulta tan extraño el frenesí
que observo, al celebrar las fiestas en esta región, la exaltación por lo mismo
de siempre y cada vez peor, por los excesos, por los precios, por el entorno
social. Son ajenas a mi inteligencia las apologías que se construyen con el
rito festivo repetido, los juegos mecánicos destartalados, la pobreza
gastronómica, la calidad de los
espectáculos, el clima de violencia e inseguridad.
Me
puse a revisar la situación que guarda la geografía nacional, la etnografía
para ser precisos, tan violentada y sin embargo tan rica y pletórica de
novedades y hallé una lista que circula en el internet y que califica a los 100
pueblos más “bonitos” de México. Quizás la noticia más sobresaliente es que un
Pueblo sureño aparece en el lugar 99, se trata de Villa de Sultepec de Pedro
Ascencio de Alquisiras y junto con Valle de Bravo (11), Tepozotlan (27),
Malinalco (47), Ixtapan de la Sal (57), Metepec (67), El Oro (69), Aculco (92)
y Acolman (95) integran la novena que tiene en el primer lugar a San Miguel de
Allende y que incluye otros Pueblos como
Taxco, Patzcuaro, San Cristóbal de la Casas, Jerez en Zacatecas, Chignahuapan,
Cuatro Ciénagas, Tequila… No existen límites en nuestra Patria, rica en telas,
bordados, helados y paletas, cerámica y textiles de todas clases, peinetas,
anillos, dijes y sombreros, moles, sonidos y frutas. Papantla y la vainilla,
Huichapan y los morrales deshilados. Son costumbres que se fomentan se aprecian
se perfeccionan, se enseñan y transmiten de padres a hijos.
Me
causa profunda tristeza ver que en esta región se desprecia y confunde el
significado y el valor de ser parte de un Pueblo, -como si a un tepiteño le
causar vergüenza ser de “barrio”- de los beneficios de preservar los encantos
que constituyen la naturaleza regional y que empeñados (en el sentido de
alienación y enajenación) en saltarse las trancas de la historia y la
sociología urbana, lo que Rius llamase las “juerzas vivas”, se asumen de manera
incorrecta. Porque en sur del estado de México existen atractivos naturales y
artesanías valiosas -como los “jorongos” de Carboneras Temascaltepec, los
cinturones de “pita” de Tejupilco- que disminuyen ante la avalancha de basura
comercial, no se reconocen los beneficios que genera el turismo, a quienes les
atrae la originalidad, la limpieza, la amabilidad, la vida en sociedad, la
disponibilidad de servicios, las condiciones de carreteras y calles.
Me
he puesto a leer y he encontrado episodios muy interesantes: como el Libro
Primero de la Política de Aristóteles, lo mismo que un “Ensayo de Construcción
de una Historia. Ciudad de México” publicado por el INAH, y una larga lista de
autores que comprenden a Alfonso X El Sabio y Marco Tulio Cicerón, que tratan
el tema del Pueblo, mediante definiciones completas y precisas, que abarcan las
costumbres, el número de habitantes, la geografía, las muchedumbres o las
multitudes. Revisar a Espinoza o a Thomas Hobbes y adentrarse en las
etimologías, los contratos, la sociedad, los pactos y la naturaleza de las
cosas y adoptar la noción de lo “popular”, vinculado a los estratos sociales bajos
o “pueblo llano” que,
cuando no es ignorado o despreciado por “vulgar y rústico”, es idealizado
y valorado al considerarlo portador de unos teóricos y perennes valores populares; elementos identificadores del conjunto
social, es decir del pueblo en
sentido amplio, de una forma más genuina o menos viciada que los de las clases dirigentes, “élites” o clases . Y así la
existencia de folclore, música, arte, fiestas, costumbres… todos populares…del
Pueblo.
No
hay que olvidar que la Ciudad de México se trazó sobre el mismo lecho donde se
erigió Tenochtitlan, el centro político, religioso y símbolo de una historia y
leyenda. Que Hernán Cortes, contrariando
a los urbanistas de su época mantuvo el asentamiento en el mismo lugar sobre la
cuenca del Lago de Texcoco, en el mismo sitio donde se encontraba un Águila
parada sobre un Nopal y devorando a una Serpiente. Y que el trazo de la capital
de la Nueva España siempre se construyó con base en criterios muy específicos,
con estilos definidos, con espacios reservados para los panaderos, los
herreros, los coheteros y todos los oficios habidos y por haber, por eso era
una Ciudad: urbe y polis.
Hay
que detenerse en la distinción de la Ciudad y recordar que Aristóteles recopiló
más de cien Constituciones (extraviadas por desgracia) con tal de entender las
circunstancias y características de la Ciudad-Estado, Nación, Comunidad, Ciudad
Perfecta “toda ciudad [ polis] es una cierta comunidad y que toda
comunidad está constituida en función de algún bien (…), es evidente que todas
tienden a algún bien, pero sobre todo al bien supremo, la comunidad más
importante de todas y que comprende a todas las demás: esta es la que se llama
ciudad y también comunidad política.”
Y
entonces introducir el concepto de municipio para ubicar políticamente a la
Ciudad, “el municipium (“munia” y “capere”, donde “munia” significa pertrecho o
recurso militar y “capere” significa aprovechamiento o servicio) denotaba un
territorio con un núcleo urbano bajo el poder de la República, al cual le son
respetados sus tradiciones y derechos civiles, a condición de tributar a la
República y de servir con hombres y recursos en caso de guerra o de
las tareas militares ordinarias. Para poder
arribar a una definición conceptual que permita entender el soliloquio nacional,
que desprecia la noción de Pueblo, la corrompe y pervierte, por la necia impertinencia
de agandallarse la idea burócrata administrativa de Ciudad, por decreto, por el
número de habitantes, sin más y con muchos menos: “al
hablar de municipio estamos refiriéndonos también a la idea de “civitas”,
de ciudad, pero ya de una manera político-territorial y menos
urbano-espacial. Hoy, en la mayoría de constituciones y Repúblicas (he revisado
al menos seis de América Latina, para este breve ensayo) el municipio o la
municipalidad, es claramente entendido como una unidad territorial
político-administrativa, que puede tener órganos administrativos y espacios de
representación política propios…su tamaño algo indiferente y variable,
denotando a veces, para el sentido común, una ciudad, un pueblo, una villa o un
pequeño grupo de los mismos” (Omar Uran Urbanismo)
Hay
que recuperar el concepto de ciudad como asociación política, tal como
aparece formulado inicialmente por Aristóteles en la Política, pero
debidamente ajustado sociológica e históricamente a nuestros tiempos como una
producción espacial y política de las luchas y contradicciones sociales (Castells), como proyección histórica y
colectiva de la sociedad en un lugar o territorio
(Lefebvre) que responde del medio-ambiente urbano construido y
el capital allí incorporado (Harvey). Saltarse los artilugios ideológicos de
reducción política, sociológica y económica que del concepto de ciudad realizan
autores como Max Weber, Robert Park y Le Corbusier, sin olvidar a tantos otros
que se han planteado entender el significado e importancia de la relación
Ciudad-Urbe-Pueblo, como E. Durkheim, Gramci, Castoridis o G. Simmel y la
Escuela de Chicago, que plantean múltiples variaciones sobre lo esencial:
la
confusión que surge cuando se hace mención a ciudades de mayor o menor tamaño,
bien sea por población, por extensión, por densidad demográfica, por producto
interno bruto. Considerar que las palabras urbe (conglomerado urbano) y
municipio pueden ser de más ayuda para evitar la confusión impuesta por el
idioma inglés, como lengua hegemónica, al incorporar en una misma palabra, la “city”, la
diferencia semántica que los pueblos antiguos mediterráneos hacían entre urbs
y polis.
Precisamente
el problema que afrontan los pueblos
sureños, particularmente Tejupilco, que se pierde entre un pueblo sucio y
peligroso, un ranchote, una colonia mal trazada de Toluca, un “back yard” de quinta
categoría de Austin Texas o una promesa por recuperar si la ciudadanía se
organiza y trabaja, sin los estorbos del mal gobierno.
No comments:
Post a Comment