Ya se sabía de la debilidad de carácter del gobernador del estado. Era de sobra conocido su poco aplomo ante la adversidad y la poca determinación para enfrentar situaciones inesperadas, lejos del teleprompter, del guión televisivo y de la edición cuidada para la pantalla chica. Lo que nunca esperaron sus admiradores, toda la estructura del RIP, los maestr@s del PANOPAL, las mujeres hechizadas por su porte y galanura, las que no dejaban de gritar: “bombón te quiero en mi colchón” nadie de sus fervientes admiradores pudo preveer lo que sucedería en la transmisión, de la derrota histórica del RIP en el estado de México, cuando el gober precioso, intempestivamente, incontenible, histérico empezó a emitir “pujiditos”, a bañar su rostro afilado con torrentes de lagrimas, hacer “pucheros” y moquear en cadena nacional, al grado tal que Rubén Avitia, al que apodaban “El Charro”, tuvo que sostenerlo y consolarlo entre sus brazos. Fue el clímax del ridículo, para cualquier hombre que se prestara de llamarse así. Entre lagrimeos y gemidos, el gobernador Mauricio Peña Garcés, sabia que era el jaque mate, el final de su obsesión política, la evaporación, el desvanecimiento del sueño propio y de todo el grupo Atlacomulco, de ver cumplido el augurio de la Paca, la adivina que hacia 60 años profetizara la conquista de la Presidencia de México, por un nativo del municipio que había dado lugar al grupo político mas depredador, perverso y ambicioso, de toda la República Mexicana.
Pasaban las 10 de la noche cuando Humberto Enrique ya no pudo soportar el tormento que venia padeciendo desde media día, cuando los reportes primeros indicaban una elección, al menos, se decía entonces, muy pareja. Aún recordaba en esa hora aciaga la conversación que había tenido con Luciano “el escritor”, quien le señalaba la artificiosamente construcción del escenario electoral, con base en las dichosas encuestas virtuales, orquestadas para el desaliento, pero incapaces en este momento de la historia, de contener el clima de indignación y fastidio que causaba el RIP a la mayoría de la población. El “gurú” como solía decirle el “Compadre” a Luciano, -uno de las pocos conocidos con quien guardaba una amistad noble, útil y amable- … Humberto Enrique se lamentaba haber apostado, como castigo, acudir al mitin del triunfo, del candidato ganador…
Nada fue suficiente para la dictadura. Las inundaciones de esa semana que anegaron por completo Ecatepec y que exhibieron en toda su realidad la tragedia que representaba Rubén Avitia, fueron la gota que derramo el vaso social. Miles de casas bajo el agua, reventaron el dique que reprimía la voluntad de los ciudadanos mexiquenses. Como bola de nieve, por fin el ánimo ciudadano despertaba en contra de los escrutadores, los petimetres que por décadas habían manipulado sus vidas, conciencias, destinos, familias, presente, deseos… todo. Si el terremoto que en 1985 azoto a la Ciudad de México, dejo aflorar la solidaridad natural de la ciudadanía chilanga. Si la naturaleza decidió intervenir en la vida política de México, con un sismo de tamaña magnitud, para que, a pesar del desastre y las victimas, en la sociedad capitalina renaciera el espíritu comunitario, valeroso, que orgullosamente nos lego nuestro pasado prehispánico, es decir, anterior a la conquista y mestizaje, colonización y adoctrinamiento religioso. Si había sido necesario recordar que en México hay vida después de la muerte, y que el sacrificio de unos cuantos era parte del rito del renacimiento nacional, para que la raza capitalina recobrara la conciencia de su ser y destino en el tiempo y el espacio, ahora, en el 2011 había llegado la hora: el reloj de la historia marcaba el momento en que le tocaba su turno, con orgullo, majestuosamente, a la entidad mexiquense.
El domingo 3 de julio pareció tocado por un halo mágico. El sol brillante y las lluvias esporádicas invitaron a la gente a salir de sus casas y sufragar en sus respectivas casillas. No había pretexto, sonaba el día a feria, a dulces, a colores. Largas filas se formaban afuera de los sitios designados para el voto ante el asombro de los celadores institucionales. Todos los padrones de todas las casillas se vieron copados. La votación registro un increíble abstencionismo de solo 15%. Pronto los resultados comenzaron a infundir terror entre los pillastres y villanos. Cobardes, incapaces de atentar contra la fiesta cívica, los torcaces notaron como se despintaban sus coloradas camisolas y manchadas de cieno, de repudio, quedaban sus níveas playeras.
De repente se abrió la puerta, siempre atrabancada de la Presidencia sureña. Era el momento mas temido por Humberto Enrique, llegaba la hora de pagar: “las doce compañeros”, dijo Luciano y abriendo los brazos, dirigiéndose a Humberto Enrique, agrego, “digamos el requiestcat por el año que comienza, brindemos porque nos traiga ensueño” Vengo a cobrar nuestra apuesta, ¿te acuerdas?, le dijo Luciano a su “Compadre” –solo de dicho, porque el aprendiz de brujo, había economizado, a pesar de su edad, el gasto seminal en la paternidad desconocida por completo- “yo brindo, porque en mi mente brote un torrente de inspiración divina y seductora…”…
Todo pasó en un instante, un momento efímero bastó para que la magia del perdón hiciera efecto y la alegría de la nobleza surtiera sus encantamientos. Muchas mujeres, señoras viejas, niños, ancianos, fue lo primero que se veía al entrar a Toluca. Era notoria la presencia de gente del sur, con sombreros de ala ancha, en huaraches, trepados en camiones “sardineros”. Vestidas con colores brillantes, las “indias” destacaban en la “bola”. Eran las 4 de la mañana y el “Compadre” había recuperado la conciencia y no podía creer lo que ante sus ojos se desvelaba. Eran escenas tomadas de algún archivo de Casasola.
Fue imposible llegar al centro de Toluca, que vivía en esos momentos la más dramática expresión del realismo mágico nacional. Las estaciones de radio, siempre al servicio incondicional del gobierno toluqueño se encontraban paralizadas, incapaces de narrar lo que sus ojos veían. Sus miradas, las lenguas adoctrinadas a ver y decir lo que el “Señor diga” intentaban ajustarse a otra dimensión.: inaprensible para las almas corrompidas, ininteligible para los espíritus mendaces. Pero nadie reparaba en ello. Como autómatas, al grito de a la “estatua” a la “estatua”, los ríos de gente, ahora se veían muchísimos “chavos banda” de Neza, de Chimalhuacan, y muchísimos automóviles con cartulinas pintadas con el nombre de sus municipios: Tlanepantla, Nopaltepec, Huixquilucan –estos eran tres autos de gran lujo conducidos por una docena de gueritas bien buenas- Villa del Carbón… pero la mayoría de vehículos pintarrajeados con aerosol decía Ecatepec.
Luciano y el Compadre dejaron el auto a la altura de la Puerta Tolotzin y caminando se acercaron lo mas que pudieron a donde la estatua de Carlos Hank González era lazada al cuello, mientras una retroexcavadora comenzaba a tironear del icono, del adefesio que insulto siempre la realidad mágica del estado de México.
Acostumbrado a la hipocresía, al formulismo, al abrazo fingido, la sonrisa falsa y la palabra mustia, Humberto Enrique no pudo sostenerse y al igual que la estatua se desplomo. El momento rebasaba absolutamente, la capacidad de conciencia para entender la impresión que le causaba la alegría de vivir ese momento. Tirado en el suelo, el “Compadre” comenzó a sollozar mientras daba las gracias a la vida, otra vez: por estar ahí, por hacer de esa madrugada del 4 de julio un paradigma del Día de la Independencia de México, por saber que ahora, al fin, podría comenzar a servir de verdad a su pueblo, porque la elección del género de vida político que siempre había deseado y que lo había convertido en un sujeto ruin y despreciable, estaba todavía a tiempo de cambiar el sentido de su destino. Al caer la figura de Hank y estrellarse contra el suelo, Humberto Enrique, corrió por un pedazo roto, que guardo, abrazado de Luciano, eufórico, mientras gritaba “muera Hank, muera Mauricio Peña Garcés, viva México, Viva Nicolás Zapata, Viva Andrés Manuel”
Pasaban las 10 de la noche cuando Humberto Enrique ya no pudo soportar el tormento que venia padeciendo desde media día, cuando los reportes primeros indicaban una elección, al menos, se decía entonces, muy pareja. Aún recordaba en esa hora aciaga la conversación que había tenido con Luciano “el escritor”, quien le señalaba la artificiosamente construcción del escenario electoral, con base en las dichosas encuestas virtuales, orquestadas para el desaliento, pero incapaces en este momento de la historia, de contener el clima de indignación y fastidio que causaba el RIP a la mayoría de la población. El “gurú” como solía decirle el “Compadre” a Luciano, -uno de las pocos conocidos con quien guardaba una amistad noble, útil y amable- … Humberto Enrique se lamentaba haber apostado, como castigo, acudir al mitin del triunfo, del candidato ganador…
Nada fue suficiente para la dictadura. Las inundaciones de esa semana que anegaron por completo Ecatepec y que exhibieron en toda su realidad la tragedia que representaba Rubén Avitia, fueron la gota que derramo el vaso social. Miles de casas bajo el agua, reventaron el dique que reprimía la voluntad de los ciudadanos mexiquenses. Como bola de nieve, por fin el ánimo ciudadano despertaba en contra de los escrutadores, los petimetres que por décadas habían manipulado sus vidas, conciencias, destinos, familias, presente, deseos… todo. Si el terremoto que en 1985 azoto a la Ciudad de México, dejo aflorar la solidaridad natural de la ciudadanía chilanga. Si la naturaleza decidió intervenir en la vida política de México, con un sismo de tamaña magnitud, para que, a pesar del desastre y las victimas, en la sociedad capitalina renaciera el espíritu comunitario, valeroso, que orgullosamente nos lego nuestro pasado prehispánico, es decir, anterior a la conquista y mestizaje, colonización y adoctrinamiento religioso. Si había sido necesario recordar que en México hay vida después de la muerte, y que el sacrificio de unos cuantos era parte del rito del renacimiento nacional, para que la raza capitalina recobrara la conciencia de su ser y destino en el tiempo y el espacio, ahora, en el 2011 había llegado la hora: el reloj de la historia marcaba el momento en que le tocaba su turno, con orgullo, majestuosamente, a la entidad mexiquense.
El domingo 3 de julio pareció tocado por un halo mágico. El sol brillante y las lluvias esporádicas invitaron a la gente a salir de sus casas y sufragar en sus respectivas casillas. No había pretexto, sonaba el día a feria, a dulces, a colores. Largas filas se formaban afuera de los sitios designados para el voto ante el asombro de los celadores institucionales. Todos los padrones de todas las casillas se vieron copados. La votación registro un increíble abstencionismo de solo 15%. Pronto los resultados comenzaron a infundir terror entre los pillastres y villanos. Cobardes, incapaces de atentar contra la fiesta cívica, los torcaces notaron como se despintaban sus coloradas camisolas y manchadas de cieno, de repudio, quedaban sus níveas playeras.
De repente se abrió la puerta, siempre atrabancada de la Presidencia sureña. Era el momento mas temido por Humberto Enrique, llegaba la hora de pagar: “las doce compañeros”, dijo Luciano y abriendo los brazos, dirigiéndose a Humberto Enrique, agrego, “digamos el requiestcat por el año que comienza, brindemos porque nos traiga ensueño” Vengo a cobrar nuestra apuesta, ¿te acuerdas?, le dijo Luciano a su “Compadre” –solo de dicho, porque el aprendiz de brujo, había economizado, a pesar de su edad, el gasto seminal en la paternidad desconocida por completo- “yo brindo, porque en mi mente brote un torrente de inspiración divina y seductora…”…
Todo pasó en un instante, un momento efímero bastó para que la magia del perdón hiciera efecto y la alegría de la nobleza surtiera sus encantamientos. Muchas mujeres, señoras viejas, niños, ancianos, fue lo primero que se veía al entrar a Toluca. Era notoria la presencia de gente del sur, con sombreros de ala ancha, en huaraches, trepados en camiones “sardineros”. Vestidas con colores brillantes, las “indias” destacaban en la “bola”. Eran las 4 de la mañana y el “Compadre” había recuperado la conciencia y no podía creer lo que ante sus ojos se desvelaba. Eran escenas tomadas de algún archivo de Casasola.
Fue imposible llegar al centro de Toluca, que vivía en esos momentos la más dramática expresión del realismo mágico nacional. Las estaciones de radio, siempre al servicio incondicional del gobierno toluqueño se encontraban paralizadas, incapaces de narrar lo que sus ojos veían. Sus miradas, las lenguas adoctrinadas a ver y decir lo que el “Señor diga” intentaban ajustarse a otra dimensión.: inaprensible para las almas corrompidas, ininteligible para los espíritus mendaces. Pero nadie reparaba en ello. Como autómatas, al grito de a la “estatua” a la “estatua”, los ríos de gente, ahora se veían muchísimos “chavos banda” de Neza, de Chimalhuacan, y muchísimos automóviles con cartulinas pintadas con el nombre de sus municipios: Tlanepantla, Nopaltepec, Huixquilucan –estos eran tres autos de gran lujo conducidos por una docena de gueritas bien buenas- Villa del Carbón… pero la mayoría de vehículos pintarrajeados con aerosol decía Ecatepec.
Luciano y el Compadre dejaron el auto a la altura de la Puerta Tolotzin y caminando se acercaron lo mas que pudieron a donde la estatua de Carlos Hank González era lazada al cuello, mientras una retroexcavadora comenzaba a tironear del icono, del adefesio que insulto siempre la realidad mágica del estado de México.
Acostumbrado a la hipocresía, al formulismo, al abrazo fingido, la sonrisa falsa y la palabra mustia, Humberto Enrique no pudo sostenerse y al igual que la estatua se desplomo. El momento rebasaba absolutamente, la capacidad de conciencia para entender la impresión que le causaba la alegría de vivir ese momento. Tirado en el suelo, el “Compadre” comenzó a sollozar mientras daba las gracias a la vida, otra vez: por estar ahí, por hacer de esa madrugada del 4 de julio un paradigma del Día de la Independencia de México, por saber que ahora, al fin, podría comenzar a servir de verdad a su pueblo, porque la elección del género de vida político que siempre había deseado y que lo había convertido en un sujeto ruin y despreciable, estaba todavía a tiempo de cambiar el sentido de su destino. Al caer la figura de Hank y estrellarse contra el suelo, Humberto Enrique, corrió por un pedazo roto, que guardo, abrazado de Luciano, eufórico, mientras gritaba “muera Hank, muera Mauricio Peña Garcés, viva México, Viva Nicolás Zapata, Viva Andrés Manuel”
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